Hoy quiero hablar de nuestro lado masoquista. No voy a ahondar en el látigo, las esposas, ni los gustos sexuales del género, que son variados, diferentes y respetables; sino en la psique femenina y su inclinación al dolor. Porque aunque el comportamiento lógico y natural sería huir de aquello que causa sufrimiento, en realidad todas las mujeres nos sometemos voluntariamente al dolor, o por lo menos la mayoría.
Llega el verano y el factor pelos es un tema. Las argentinas no aceptamos el estilo francés y dale y dale con la depilación. Nos aferramos al viejo sistema de la cera (porque es el mejor, te saca de raíz) que implica resistir heroicamente el tirón, y ni hablar cuando la cera se te corta…La depilación no es más que la peor tortura que debemos enfrentar para no parecer el rey león cuando nos ponemos una pollera y no pinchar a nuestro chico cuando comienza a besarnos o acariciarnos cuando la cosa justo se ponía interesante. Continuando en el plano de los vellos, la cabellera con reflejos o tintura no se queda atrás. No sólo es un dolor increíble que te lleva al borde de las lágrimas sino que es un papelón si alguien te ve con esa gorra plástica (de color piel y estilo de natación de los años 40) en la cabeza. La peluquera, toma esa especie de gancho alfiler y te perfora la cabeza sacando mechones hacia fuera, llevándose también parte del cuero cabelludo y unas puteadas en chino mandarín que balbuceás sin que ella se de cuenta mientras que maniobra con tu cabeza.
Junto con la depilación, la estación del calor nos llama a calzarnos la biquini y a mover algo las cachas (cosa que no hicimos durante el resto del año hasta estas instancias de noviembre) como para lucir la pieza de baño con un mínimo de dignidad y rigidez. Te haces la loca, te anotás en la clase de Tae-Bo o de aeróbica: a los 10 minutos necesitás 4 litros de agua, un pulmotor y se te acalambró el glúteo derecho. Al día siguiente no te podés ni mover. El acto de caminar tres pasos te insume un padecimiento tal que preferís retornar a tu vida sedentaria y quedarte hechada tipo vegetal en el sillón. El estiramiento para agarrar el control remoto que está sobre la mesa te mató. Cualquier movimiento, hasta reírte viendo por mirar una comedia te hace doler los abdominales. Te preguntás en qué pensabas cuando decidiste hacerte la gimnástica.
Como si todo esto no fuera suficiente, la prohibición aparece como otra forma en de cristalizar ese masoquismo. Tenés un hambre que fundirías cualquier tenedor libre. Estás tentada con ese revuelto gramajo y terminás comiendo una triste barrita de cereal. Encima tenés el casamiento de una de tus mejores amigas y tenés 1 semana para entrar en ese vestido violeta que, alguna vez supiste lucir, y hoy te amatambra. No te queda otra que dieta, dieta rigurosa. Estás en la fiesta, a punto de hacer estallar el vestido si te atrevés a comer otro canapé y todavía te falta la prueba de fuego: resistir la mesa dulce. A esto se le suma el sufrimiento de los tacos. Te montaste a unos zancos de 10 cm, tipo aguja, bailaste 3 minutos y ya no podés pisar. No da para revolearlos tan temprano: recién es la primera tanda de baile, por lo menos tenés que resistir hasta el carnaval carioca, cuando los invitados ya están muy borrachos, con la corbata en la cabeza, en pleno estado de “ya no me importa nada, no sé quien soy”. En resumen: un acontecimiento que se suponía divertido, marcado por el dolor.
“La moda no incomoda” ese absurdo principio que acatamos sin pensar en las molestas consecuencias. Después de deliberar una hora frente al espejo, te pones esa remerita escotada, sin espalda, que te obliga a quedar quieta como una estatua para que todo permanezca en su lugar y evitar el exhibicionismo. Hacen 5° bajo cero y elegís como abrigo un saquito pedorro porque pega, en lugar del tapado gris que tenés desde hace 7 años, porque está fuera de moda. Preferís congelarte cual estalactita. Sentís los pinchazos del frío. Sólo podés pensar en volver rápido a casa para meterte en la cama tapada con cincuenta frazadas.
El típico caso del imposible. Nos enamoramos perdidamente de ese compañero de trabajo que ni siquiera sabe que trabajás en su misma área; o del chico de la facu, que está felizmente de novio hace ya 8 años, y que sólo te tiene de apellido porque termina estudiando de tus apuntes, que se rumoreó eran buenos y el curso entero le sacó fotocopias; o del hombre misterioso, viril y caballero que te cruzás todos los días en el colectivo y no te animás a hablarle hasta que el día en que lo hacés te das cuenta por su manera femenina de hablar y de gesticular que es re gay. Peor el caso del treintón que conociste en el boliche, que te enredó, y después te dijo que era casado, que la iba a dejar, pero nada. Y vos insistís, insistís en eso de no ser correspondida y de sufrir.
Irremediablemente, me pregunto si tendremos una tendencia, una predisposición natural o divina hacia el dolor; me pregunto si algún día aprenderemos a disfrutar sin sufrimiento.
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