miércoles, 8 de julio de 2009

Conviviendo conmigo

No es fácil la convivencia, mucho menos la convivencia con uno mismo. Al principio, como en una relación todo es libertad, desenfreno… Te paseás en bolas en tu casa o departamento cantando, con la música a todo volumen, mientras dilucidás si vas a salir, en ese caso qué te ponés; si vas a quedarte viendo peli, si querés leer, si te ponés a cocinar algo, si pedís delivery, entre otras opciones.

La independencia te conecta con tu parte artesana y con esas habilidades que creías perdidas: te volvés una especialista en enduído y pintura, arquitectura, plomería, instalaciones eléctricas y hasta diseño de interiores. Sos una especie de Many a la obra. Querés imprimir un estilo personal a tu lugar que refleje tu carácter pero que sea relajado. Estudiás sobre el Feng shui, microrevolución del color y su influencia en los estados de ánimo, analizás la comodidad, el espacio y la funcionalidad hasta armar tu palacio. Pero, en especial, te entrenás en el arte de la defensa personal: enfrentás cucarachas, arañas, ratas (en el peor de los casos), la vecina que es una vieja hinchapelotas, el típico vecino mirón y lanzado, etc.

También te volvés consumista, digna representante de un mercado salvaje. Cada nueva adquisición supone una emoción y toda una salida, recorrida, e investigación de mercado hasta dar con la taza grande para tomar el café que estabas buscando. Cada compra por más insignificante que parezca (como puede ser un abrelatas) es una aventura: pasear por las distintas casas de decoración o de curiosidades para el hogar, encontrar el abrelatas que se ajusta a tus necesidades, elegir qué color, si es conveniente en cuanto a relación precio-calidad, si hace juego con tu cocina, etc.

El primer tiempo tu morada es la casa del pueblo: te visitan tus amigos, tus amigas, se arma fiesta, y cualquier previo tiene epicentro en tu monoambiente que poco a poco se va pareciendo más a un aguantadero que a un hogar. Después de un tiempo (en algunas ocasiones este primer período puede durar años, en otras meses) durante el cual apenas te acordás lo que era dormir en una cama como dios manda, comer comida casera, y no tropezar con ropa tirada o usar vajilla limpia, te hartás y comenzás un período de purificación de beibidas y abstinencia al quilombo. Entrás así en la fase de responsabilidad, tenés los servicios al día para que no te corten la luz o el teléfono (como solía pasarte), cocinás, limpiás y respetás horarios. Ya no recibís tantas visitas y empezás a disfrutar de tu propia compañía, quizás demasiado.

Casi sin darte cuenta te volvés un poco hermitaña. Cuando invitás a alguien a cenar o a tomar unos mates, no guarda las cosas en su lugar, no usa el apoya vasos, no dobla la toalla de manos en el baño y empezás a freakear y reacomodar delante del invitado todo a tu gusto, porque de otra manera “no está bien puesto en su lugar”. La obsesión del orden te va ganando. Siempre lavás los platos antes de irte a dormir y no dejás ni un vaso sucio.

Con este grado de pulcritud procedés anormalmente en tu convivencia con vos misma hasta que un día notas que estás enloqueciendo, que está todo demasiado ordenado. Entonces te obligás a dejar un plato sucio, al día siguiente se le suma la cama sin hacer, a la semana el único ambiente es un quilombo, y al mes tu cocina es Kosovo. Y se origina nuevamente ese círculo vicioso del orden y el desorden, en un sinfín del proceso que se torna mucho más emocionante cuando después de unas varias citas ese chico con el que solías salir empieza a quedarse en tu casa hasta que se instala. A partir de ese momento, convivís con vos misma y tu pareja. Pero esa es una convivencia de otra naturaleza de la que te contaré otro día.

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